viernes, 25 de febrero de 2011

Cuadragésimo segundo día: bajo cero.       



Cierro los ojos y solo veo nieve.
Nieve y tiempo que pasa insomne,
mudo, artificial y omnisciente.
Me miro las manos, marcadas por
el curso de las venas, obstruidas
y pintadas de negro, el color de la noche,
el sabor de aquellos que nunca duermen.
Las uñas reflejan la luz de una
pequeña lámpara mortecina, su nácar
se confunde con los propios huesos,
pedazos inservibles de un cuerpo
que no puede relajarse un minuto,
para mirar más allá del espejo
y descubrir que él está mirando.
Su figura la define el humo de un cigarro,
la mirada destila vino y pasiones,
el silencio tiene la guarida en su boca,
los labios del áspid lo esconden tras ellos.
Que difícil es hablar cuando el tiempo
no escucha, la manos no responden,
las uñas se te clavan y su reflejo se pierde
en la marquesina de una parada de metro.
Encenderé velas, haré un sacrifico de sangre,
rezaré a todos los santos por una respuesta.
Esa que disuelva los espejos y llene la casa
de humo de tabaco y fotos en blanco y negro.

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