XXXV: Con la cabeza partida en dos.
Tomo nota, la pienso, la escribo.
La guardo en la retina y luego pienso.
Te he visto esta noche retorcerte
en el suelo y morir, te he visto gritar
en silencio y vivir, he sentido tu inocencia,
tu desnudez y tu manera de buscar entre
los pliegues de tu piel la respuesta al
acertijo eternamente planteado y respondido.
Entre plástico y bañeras de porcelana,
tu bailas y te quitas la ropa, para una vez mas,
arrastrarte por el suelo y gemir de locura
y llorar por los cuerdos y sonreír con tu labio
marcado por un bisturí. Es precisamente
esa cicatriz, la que te otorga el don de la
hermosura y con ella la eternidad en la mente
y el cuerpo de tu publico. Encerrado en un
cuarto oscuro tu cuerpo se convertirá en luz,
tu mirada en estrellas fugaces y el color de
tu piel adornará las calles los días de fiesta.
Vuelve a bailar, que el sol se estremezca
otra vez con tu sonrisa torcida y el mundo
aplauda tu figura como la de un David vivo,
imperfecto y efímero en una ciudad que nunca
guarda el recuerdo del amor, pero vive el de su guerra.
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